Prólogo
En medio de la sierra del centro de México, muy lejos de las ciudades y pueblos modernos, está sentado un indígena muy anciano. No sabe hablar español, nunca ha viajado a la ciudad, nunca ha usado un teléfono, ni los demás aparatos que usted conoce No sólo eso, este viejito nunca ha oído, ni una sola vez, la Palabra de Dios, la Palabra de esperanza, de vida y de verdad. Mientras está sentado sobre el tronco de un árbol, sus ojos fijos en el sol que baja y se oculta una vez más tras las montañas, con los últimos rayos del astro brillando en sus pequeños ojos, toca suavemente su tambor. Pronto morirá este noble líder de su tribu; morir sin conocer a Aquél que creo las montañas, los ríos, el cielo y el sol. A miles de kilómetros, al sur, en medio de la selva amazónica, una mujer con la cara pintada de negro está sentada en su hamaca. Ella pertenece a una etnia aún más primitiva que la del indígena de México. Ella no sabe lo que es un carro, ni la luz eléctrica, ni el calendario. Ni siquiera sabe que hay otras personas en el mundo. Lo único que sabe hoy, y lo sabe muy Bien, es que la hija que tiene abrazada a su pecho, no tiene esperanza. Afuera, los hombres cortan leña, para quemar el cuerpo de la niñita de acuerdo a la costumbre en su cultura. Las lágrimas de la mujer corren como un río, en medio de su rostro pintado de negro por el luto. Ella tampoco ha escuchado las Buenas Nuevas del Señor Jesús—pues nunca nadie ha ido a su pueblo con el mensaje de salvación de Dios. Eta triste mujer de América del sur y el viejo, en medio de la sierra mexicana, representan a muchos de los grupos étnicos que a la fecha necesitan misioneros. Pueblos que necesitan misioneros. Pueblos que necesitan misioneros serios, que tomen los años necesarios para aprender a fondo su idioma y su cultura, misioneros dispuestos a dar sus vidas con el fin de presentar el mensaje de Dios de manera clara, entendible y concisa.