Prólogo
Se dice que en cierta ocasión, mientras Miguel Ángel estaba caminando cerca de un pedazo de mármol que había sido desechado, él exclamó: "¡Yo veo un ángel ahí!”. Su ingenio podía ver el potencial que otros habían descartado y, por supuesto, si alguna vez surgió un ángel de ese pedazo de mármol eso dependió del plan y la iniciativa personal del escultor.
Cristo puede ver muchas posibilidades en nosotros. Él vio en Zaqueo, el cobrador de impuestos deshonesto, a un recaudador honesto. Él pudo ver en una mujer inmoral a una adoradora que deleitaría el corazón de Dios. Él pudo ver en Saulo, el perseguidor, a Pablo, el predicador del cristianismo; y en Pedro, el hombre de barro, a un hombre de piedra.
En estas páginas veremos cómo Cristo transformó a Pedro, el pescador, en un apóstol. Pedro, con aquella personalidad compulsiva, sería moldeado hasta que poseyera una identidad firme y a la vez dócil. Sus temores tuvieron que abrirle camino a la fe, y su inestabilidad debía tornarse en un fundamento firme. La duna necesitaba ser transformada en una roca.
A medida que brevemente observemos las experiencias de Pedro, nos sentiremos reprendidos, motivados, desafiados y, especialmente, fortalecidos en nuestro propio caminar con Cristo. Como si estuviéramos mirando en un espejo, no veremos más a Pedro, sino nos veremos a nosotros mismos, ya que el Escultor divino, quien pacientemente moldeó a este pescador, continúa realizando su trabajo en nuestros corazones. No importa qué tan lejos hayamos llegado, Él continuará moldeando nuestras rudas asperezas hasta que le veamos cara a cara. Gracias a Dios que el Artista que moldeó a Pedro también es nuestro Escultor.